El reciente discurso presidencial de Dina Boluarte, uno de los más extensos en la historia de Perú, ha generado un profundo debate. Más allá de las cuatro horas de autoelogio y cifras selectivas, el mensaje refleja una personalidad política que ha optado por el blindaje y el egocentrismo, en lugar de la humildad y la autocrítica. Este discurso no fue un simple informe de gestión, sino un espejo de una presidencia marcada por el autobombo, la evasión de responsabilidades y una profunda crisis de legitimidad.
Desde el inicio de su mandato, Boluarte se ha justificado como la salvadora del orden constitucional tras la caída de Pedro Castillo. Se ha refugiado en el rol de «primera mujer presidenta» como un escudo contra las críticas. Sin embargo, esta narrativa heroica no ha logrado revertir su impopularidad histórica, con una aprobación ciudadana de solo el 2.5%, lo que la convierte en la mandataria más impopular del planeta. Esta estadística no es menor, ya que es un síntoma de la total desconexión entre el poder y la población, una profunda falta de confianza y apoyo popular que socava su capacidad de gobernar y erosiona la confianza en las instituciones democráticas.
En lugar de reconocer errores o responsabilidades estatales, la presidenta ha culpado a «grupos minoritarios» y «golpistas» por la violencia. Esta justificación de la represión y la negación de la responsabilidad estatal son percibidas como una omisión grave y una falta de empatía hacia las víctimas y sus familias, en especial las 49 muertes durante las protestas. Esta postura negacionista frente a los eventos más trágicos de su mandato no construye gobernabilidad, sino que profundiza la polarización y la desconfianza.
El discurso del 28 de julio estuvo lleno de frases rimbombantes y promesas sin sustento. Enumeró obras y citó indicadores económicos, pero se apropió de logros institucionales que no le corresponden, como la estabilidad monetaria, garantizada por la autonomía del Banco Central, mientras omitía los evidentes retrocesos democráticos. En un país con desafíos económicos y sociales urgentes, la presidenta parece habitar en un «país ideal de realidad paralela», magnificando cifras macroeconómicas positivas y minimizando los problemas cotidianos de la población, como la informalidad, la inseguridad y el costo de vida.
Esta estrategia busca consolidar una imagen de control y eficacia, incluso a costa de la verdad, y normaliza un autoritarismo que niega la voz de la inmensa mayoría de peruanos que la desaprueban. De forma deliberada, omitió los temas más sensibles: las 49 muertes en protestas, los señalamientos internacionales por violaciones de derechos humanos, la falta de justicia y la descomposición del sistema democrático que su propio régimen ha profundizado.
La frivolidad no ha sido un adorno menor de su mandato. Su repentina transformación estética, las cirugías visibles, el uso de relojes Rolex y un salario aumentado por sí misma reflejan una desconexión grotesca con una población golpeada por la pobreza, la informalidad y la inseguridad. Mientras Perú se sumerge en una crisis múltiple, Boluarte ha mostrado más interés en proyectar una imagen de poder y estatus que en gobernar con austeridad y sensibilidad social. Estos detalles, aparentemente superficiales, simbolizan la brecha entre la élite política y los ciudadanos, alimentando el resentimiento y la desconfianza.
Su frivolidad también la lleva a olvidar su pasado. La hemos visto pedir un cambio de constitución y vociferar contra quienes ahora la apoyan para mantenerse en el poder, a pesar de haber jurado que, si Castillo caía, ella se iría con él. Su tiempo como ministra del MIDIS, con un patrón de incidentes que incluyen una presunta infracción constitucional por incompatibilidad de funciones, prácticas cuestionables en la contratación de proveedores para programas sociales como Qali Warma y la alegada influencia de su hermano en el nombramiento de allegados, sugiere desafíos en la gobernanza y la transparencia. El resultado de esta mala gestión se refleja en el aumento de la anemia infantil en Perú, que ha alcanzado un 43.7% de promedio general, con lugares que superan el 70% ¿Qué futuro nos espera con tanto niño que no va a poder desarrollar sus habilidades cognitivas?
Resulta contradictorio que, después de haber visto directamente la preocupante pobreza nacional como ministra, ahora se preocupe por los relojes, las cirugías estéticas y los viajes sin sentido, sin representatividad nacional y con una pésima imagen. Lamentablemente es un producto de la educación en Perú y de un sistema electoral que no filtra nada, permitiendo que cualquiera pueda ser autoridad.
Su estilo de comunicación es autocomplaciente y beligerante. Se presenta como víctima de conspiraciones, evade toda autocrítica y culpa a terceros de la violencia, la polarización y el deterioro institucional. En su discurso, opositores, manifestantes e incluso países vecinos como Bolivia son blanco de ataques, mientras ella se erige como la única defensora de la democracia. Este es el retrato de un liderazgo autoritario que confunde la investidura con la impunidad.
Incluso su manejo del plano internacional ha sido torpe y dañino. Llamar a Bolivia «país fallido» sin respaldo diplomático previo solo refleja improvisación y falta de respeto por las relaciones bilaterales. Enfrentarse a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y expresar el deseo de salirse de ella es un gesto que aleja a las inversiones extranjeras, impide el ingreso a la OECD y, en consecuencia, genera menos empleo y más pobreza. Resulta irónico que, antes de asumir la presidencia, Boluarte acudiera a la CIDH para defenderse del Congreso, el mismo Congreso que ahora la sostiene en el poder, por mutua conveniencia, haciéndonos ver la precariedad de las elecciones en el Perú, en donde «ganan los que pierden»
En resumen, Boluarte no solo gobierna desde la precariedad política, sino desde una profunda ceguera moral. Ha preferido blindarse en un Congreso desprestigiado y cooptado en lugar de tender puentes con la ciudadanía. Su gestión pasará a la historia por su debilidad democrática, su incapacidad para reconocer errores, su frivolidad institucional y su peligrosa normalización del autoritarismo bajo una fachada de modernidad y desarrollo.
La retórica de autobombo, la evasión de responsabilidades por las muertes en protestas, su pésima gestión como ministra, la desconexión con la realidad ciudadana y los gestos de frivolidad personal, todo ello enmarcado en una impopularidad sin precedentes, configuran un panorama desafiante para la gobernabilidad de Perú. Su legado estará marcado por estas circunstancias y por la urgente necesidad de una verdadera reconciliación nacional.
Perú no necesita un monólogo de cuatro horas ni una presidenta emperatriz. Necesita un liderazgo con integridad, empatía y capacidad para escuchar, no para dictar.
Viendo su mensaje, uno no puede evitar preguntarse: ¿de qué planeta habrá venido?
#JuandeDiosGuevara
1 comentario en “¿De qué planeta habrá venido?”
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